Lejos de un enfoque político de la cuestión, lo que podríamos llamar “argentinidad” de los argentinos, es decir, el mecanismo de identificación de nuestro pueblo como tal dentro de fronteras culturales y territoriales específicas, es constitución de un largo proceso de puja social.
Ese objeto social que podríamos denominar “ser argentino” se forjó a partir de la configuración e identificación de las clases medias criollas desde la irrupción del radicalismo a comienzos del siglo hasta, pasando por la inmigración, el peronismo y llegando a nuestros días.
Ese recorrido histórico nos forjó como una sociedad que entiende y vive su ser dentro de una gran arena de combate de la clase media por ser, por no dejar de ser y por querer ser lo que alguna vez fue. Ricos y pobres argentinos son artistas de reparto en esta escena.
La historia argentina es, sin dudas, el derrotero de muchos que sostienen un conjunto de representaciones sociales propias de la clase media, aún ganando un sueldo de pobre. En este proceso se inscribe un fenómeno social denominado “pobreza digna”.
Recientemente la Universidad Nacional de Villa María (Córdoba) dio a conocer un ambicioso proyecto de investigación sobre las raíces sociales que se echaron con la debacle argentina de 2001 y el nacimiento de una condición de pobre que dignifica a quien la vive como presente.
Una de las directoras del trabajo, Graciela Magallanes, señala que “hay una sensación de que estamos bien, pero en el fondo hay una estructura que indica que nada ha cambiado” desde la explosión de la crisis hasta estos días.
¿Qué significa la “pobreza digna”?
Para los investigadores de la UNVM el término implica un proceso que se evidencia en prácticas que constituyeron una suerte de dique de contención social que permitió disminuir la potencialidad de ruptura de las redes de conflicto y de las acciones colectivas asociadas a ellas que se desplegaron a partir del año 2001. En ese contexto, emerge la fantasía social de la existencia de una “pobreza digna”, una fórmula que propicia la “soportabilidad” por parte de los sujetos de la desigualdad.
Pero esa pobreza digna comprende no solamente a personas “puramente pobres“; muchos argentinos que alguna vez supieron arañar la condición de clase media también cayeron en esa realidad a la espera de encontrar la oportunidad por recuperar lo perdido social y económicamente. Esa ilusión del ser argentino “clasemediero” se redimensiona hoy como herramienta de contención de los sectores más vulnerables, tanto de origen humilde como de procedencia intermedia.
En la Argentina de hoy tanto la sociedad como el Estado se deben el desafío de volver a poner en las expectativas sociales de esos sectores aquel horizonte de movimiento social “hacia arriba”.
Sin embargo, dicha mejora constituye un juego conflictivo; los cortocircuitos sociales fruto de la integración de nuevos sujetos sociales como la inmigración limítrofe y el nacimiento de otros como la nueva burguesía agraria son parte de un evidente proceso de cambio social argentino; ambos actores son relativamente nuevos y denotan una suerte de “forcejeo social” entre múltiples sectores en búsqueda de “su” lugar social, “su” tranquilidad económica y “su” representación política.
Retomar el horizonte de la movilidad social ascendente alienta expectativas de integración social sobre todo ante la certeza de lo perjudicial de un horizonte difuso de progreso social.
La larga espera que demanda dicha salida es una instancia que la Argentina vive como un amargo presente; es una realidad que se eterniza como la de cualquier empleado que con el paso de los años sabe que se jubilará en su empresa sin otra chance que la de seguir haciendo trámites callejeros y cargando con el monótono rótulo del “che pibe” de sus compañeros.
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